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18 feb 2009

Enfermos sin tierra

Son 400.000 en España las personas aquejadas de esta enfermedad emergente y buscan lugares ‘limpios’ para poder vivir. Necesitan estar protegidos de agentes químicos, desde perfumes a productos de limpieza, porque les provocan migrañas, desorientación, ataques epilépticos, hormigueos y un sinfín de síntomas graves.

16/02/08
Para Judith Marqués meterse en una bañera de espuma es como pedirle que nade en un mar con chapapote; estar con alguien perfumado le resulta tan dañino como para una persona sana permanecer en un sitio cerrado con un tubo de escape echando humo. Para ella ducharse con agua corriente equivaldría a que cualquiera añadiese lejía en su aseo. Es una enferma diagnosticada de síndrome de Sensibilidad Química Múltiple (SQM), “afección por la cual una persona se vuelve intolerante a los niveles químicos y biológicos cotidianos que no ocasionan problemas a la mayoría de la gente”. Así la define un estudio la Universidad de California. En España esta enfermedad no está reconocida oficialmente; tampoco la registra la OMS, pero sí se contempla en Alemania. En Canadá, Estados Unidos, Noruega, Suecia y Dinamarca se estudia y se previene activamente.
Esta intolerancia química desata migrañas, crisis de ansiedad, confusión, asma, erupción cutánea y problemas neurocognitivos (falta de concentración, desorientación, pérdida de memoria...). El único tratamiento disponible es apartarse de los productos que les dañan. “Lo único que resulta efectivo es evitar todo contacto persistente con los agentes químicos volátiles desencadenantes”, confirma el doctor Joaquim Fernández-Solá, del Servicio de Medicina Interna del Hospital Clínico de Barcelona. Para el enfermo supone recluirse y tratar de recrear un entorno sin productos de limpieza, ni ambientadores, libre de nuevos materiales de construcción y de oficina, de pinturas, alfombras, moquetas, adhesivos, tubos de escape, de humo de tabaco, pesticidas y aditivos alimentarios; de cosméticos, colonias y perfumes e incluso de medicamentos. Es una lucha titánica, de antemano perdida, pero es la única manera de dar tregua a su cuerpo para que vaya eliminando tóxicos y no siga empeorando. Una aspiración del colectivo de enfermos, agrupados en la Asociación de Afectados por los síndromes de Sensibilidad Química Múltiple, Fatiga Crónica, Fibromialgia y para la Salud Ambiental (Asquifyde), es encontrar “lugares seguros” donde poder vivir. “El interior, zonas de campo o montaña, no son fiables. Lo más seguro es la costa, donde los vientos predominantes procedan del mar. Sería conveniente que exista un cinturón de seguridad bastante amplio (teniendo en cuenta que las partículas se trasladan por el aire), que alrededor no haya fuentes contaminantes y que se sigan unas medidas previas para autorizar obras, asfaltados, fumigaciones...”, explica Francisca Gutiérrez, presidenta de la asociación. Saben que diseñar un mapa de espacios habitables es una utopía porque resulta muy difícil cambiar hábitos, eliminar tantos objetos y comportamientos de la vida doméstica tenidos por buenos pero que desencadenan este mal, también llamado enfermedad del siglo XX. “Además, cada enfermo reacciona a unos determinados materiales. En Canadá y Holanda se han llevado a cabo experiencias en edificios protegidos que no han tenido éxito por esto”, añade Francisca, también aquejada de SQM. Cada uno busca su propio refugio en el que escapar de las agresiones y reponerse, dentro de sus posibilidades económicas y su situación familiar. Encuentran sus lugares en la Selva de Oza –en el norte de Huesca– o en la Sierra de Huelva o cerca del mar en Denia. “Somos nómadas ambientales, algunos tenemos varios refugios a los que acudimos cuando nos encontramos mal, cuando hay obras en nuestra casa... Hay un asociado de Asquifyde que tiene cuatro casas. Nos convertimos en ermitaños acosados por los tóxicos –cuenta Paqui–. El problema no es encontrar el sitio, que son muy escasos, sino que eso implica perder tu vida social, tu familia, tu entorno, y supondría crear guetos, lazaretos en los que recluirnos, y esa no es la solución”. Pese a reconocer las dificultades que entraña satisfacer sus necesidades, este colectivo ha escrito una carta al ministro de Sanidad, Bernat Soria, con reivindicaciones. Entre ellas, la solicitud de terrenos en cada provincia que permitan “la construcción de proyectos de viviendas especiales y adaptadas, en zonas medioambientalmente limpias”. Además, la creación de una franja de seguridad suficiente alrededor para que en el futuro “no se pueda producir ningún tipo de contaminación química, electromagnética o cualquier otra que pueda dañar la salud de sus habitantes”. El manifiesto, que todavía no ha recibido respuesta oficial, fue entregado en junio de 2008 y ha recabado ya 10.000 firmas de apoyo.

Judith Marqués sólo sale de casa una vez cada dos meses, normalmente para ir al hospital. La última vez que intentó acudir a una de sus revisiones periódicas sufrió un ataque epiléptico porque reaccionó a las fumigaciones regulares que hacen en el metro. Para ducharse necesita una destiladora, calentar el agua en ollas y alguien que le ayude porque hacerlo directamente con el agua del grifo le provoca desvanecimientos y le dificulta la respiración. Las paredes de su casa están deterioradas porque no se deben pintar: no tolera las pinturas, ni siquiera las que lucen la etiqueta de ecológicas. Incluso en su hogar ha de llevar una aparatosa máscara porque, a pesar de sus esfuerzos, los olores de la calle se cuelan por las ventanas. Y en su casa son muchos, porque vive en el municipio barcelonés de Montcada i Reixac, que tiene censadas una treintena de industrias químicas (de barnices, pinturas, derivados del petróleo o farmacéuticas entre ellas). “Mi ilusión, mi opción y mi alternativa para mejorar sería irme a otro sitio, pero me resulta muy difícil”, dice.
Entre su equipamiento de seguridad también tiene unos auriculares, de los que utilizan los operarios que manejan martillos hidráulicos, o los que trabajan en lugares ruidosos, porque su oído está hipersensibilizado. A menudo debe estar en casa con gafas de sol porque también la luz le daña. Vive pegada a un purificador de aire específico para personas con SQM y lleva colgados neutralizadores para las ondas electromagnéticas y radiaciones de los electrodomésticos, el móvil o el ordenador. Como ingeniera agrícola trabajaba en un vivero de plantas. Enfermó por estar permanentemente en contacto con las sustancias que rocían sobre las plantas, insecticidas, conservantes, abrillantadores... para que lleguen con buena apariencia al comprador. “Nadie me advirtió del peligro, yo veía que venían recubiertas de una capa azul y la limpiaba sin mascarilla ni precaución alguna”. Su situación está reconocida como accidente laboral y le han concedido la incapacidad absoluta, que le impide desempeñar cualquier tipo de trabajo.

En España hay alrededor de 400.000 enfermos de SQM. “Las cifras apuntan a que un 16 por ciento de la población está afectada en algún nivel entre leve y muy grave y un 0,75 por ciento tiene el síndrome”, explican desde Asquifyde. Sólo en el Hospital Clínico de Barcelona, uno de los centros de referencia en España, se registran unos 200 casos nuevos al año y se controla regularmente a más de medio millar de enfermos de SQM. “La demanda de atención a esta enfermedad aumenta exponencialmente”, reconoce el doctor Fenández-Solá.

Dar con un especialista que sepa de la existencia de este enfermedad y sea capaz de reconocerla es otro de los problemas con que se enfrentan estos enfermos. Muchos son derivados a tratamientos psiquiátricos y ése es otro de los caballos de batalla contra los que deben luchar los afectados. Cristo Bejarano ha pasado 30 de sus 57 años esperando un diagnóstico acertado. Lo obtuvo hace ocho meses cuando un especialista en medicina ambiental le dijo que todos sus males venían provocados por sensibilidad extrema a los químicos, unido a la fatiga crónica, en grado máximo, que tiene diagnosticada desde hace décadas. “Siempre me mandaban al área de Salud Mental, pero yo me negaba porque de mente estoy sana, eso siempre lo he tenido claro”, afirma.

En su caso, una concatenación de errores agravaron su estado y la llevaron en varias ocasiones al quirófano. “Tengo talasemia (enfermedad hereditaria que impide la correcta síntesis de la hemoglobina y la falta de oxígeno en sangre), que fue mal diagnosticada como anemia ferropénica, por lo que siempre he estado tomando hierro, que me iba ‘envenenando’”.
Muchos de sus problemas de salud empezaron en los años sesenta con el desarrollo de la industria química en Huelva. Ella no sabía qué le pasaba, sólo que cuando iba a la sierra de la provincia sus problemas desaparecían. También que la lejía, los ambientadores y algunos productos de limpieza la enfermaban. “Ahora sé contra qué luchar, por fin, pero acabo de empezar”. Por delante le queda mucho camino, dietas estrictas y mucha prevención, pero sobre todo mucho sufrimiento hasta lograr el apoyo de sus cinco hijos: “A sus casas no puedo ir porque no me entienden. He encontrado más compresión en una pequeña aldea de la sierra que en mi familia”.
Encontrar complicidad en la familia y en los amigos es vital para sobrellevar la enfermedad. Y no es fácil, porque su situación impone al entorno unas férreas precauciones “que nunca son suficientes ­–aclara Judith– porque aunque hayan tenido la precaución de no usar desodorante ni ponerse perfume, se les puede haber pegado el olor del coche o del humo de un bar...”. Su pareja no resistió el diagnóstico y se separó al poco tiempo de caer enferma.

Para acercarse a estos enfermos se impone un protocolo que incluye lavar la ropa con bicarbonato (el olor de los detergentes y suavizantes les provocan problemas respiratorios y mareos); olvidarse de maquillaje y perfume, sustituir champús y geles de baño por marcas ecológicas específicas; como desodorante recomiendan utilizar piedra de sal o alumbre; el dentífrico debe ser biológico o lavarse los dientes sólo con bicarbonato. Por supuesto, no fumar delante de ellos y haber evitado estar en lugares con humo llevando la misma ropa son otras precauciones imprescindibles.

Sólo cuando están seguros de que quienes le vienen a visitar se han preparado adecuadamente y les resultan inocuos, se quitan la máscara y aparecen las personas que son más allá de su enfermedad. “Pierdes amigos y tienes que crear círculos nuevos”, explica Judith. El problema de crear nuevas relaciones sociales con gente que entienda y comparta su situación se agrava porque otros enfermos tienen idénticas dificultades para salir. Con Isabel Membrive, otra afectada, es sólo la segunda vez que se ve, pero entre ellas hay una gran complicidad forjada a golpe de e-mail.

Ambas han tenido que renunciar a la maternidad porque saben que la carga tóxica que tienen podría pasar al feto y provocar malformaciones. Francisca sospecha que su madre –enfermera de quirófano en los años cincuenta, expuesta a agresivos desinfectantes y esterilizaciones cuando estaba embarazada– pudo transmitirle a ella esa intoxicación. La carga tóxica dejó de estar latente cuando se expuso a repetidas campañas de fumigación en el campus de la Universidad de Alicante, en la que trabajaba.

El SQM puede ser desencadenado por exposiciones repetidas o por un solo contacto masivo con un tóxico, como le pasó a Isabel Membrive. Una agresiva fumigación en su ciudad, Hospitalet, en junio de 2002 con el insecticida Malafín (aprobado sólo para uso agrícola y en unas condiciones que en aquel caso no se respetaron) fue el punto de partida de su calvario. Empezaron sus problemas respiratorios, las graves irritaciones de la garganta que le dejan sin voz, de sensaciones de hormigueo por todo el cuerpo y repentinas hinchazones del abdomen. “La carga tóxica se acumula en la grasa hasta que el cuerpo se satura. Cada uno, por genética y condiciones físicas, tiene una capacidad”, cuenta. Lo primero que queda tocado es el hígado y el riñón, precisamente los encargados de eliminar toxinas del organismo. “Cuando te comunican la enfermedad es un infierno. Ni el médico sabe decirte qué significa, somos nosotras las expertas y aprendemos a base de crisis. Cuando evitas lo que te enferma, te vas sintiendo mejor. Entonces quieres salir, recuperar tu vida y vuelves a enfermar –añade Isabel–. Ya no me planteo ni ir a bodas: una hora de placer me provoca 20 días de dolor. No compensa”.

Para Servando Pérez Domínguez, la causa de todos sus males fue un empaste hecho con amalgama de mercurio. Se lo pusieron en 1988 y diez años después tuvo los primeros síntomas. “Tengo fibromialgia, miopatía (enfermedad que afecta a los músculos y el sistema nervioso), síndrome de Sjörgen o Seco (que produce la deshidratación de las mucosas), pérdida de la fase reparadora del sueño, que es cuando el cuerpo se recupera. También me salen escamaciones en cara y manos y llagas por toda la boca, la laringe... hasta el estómago. Yo, que era un atleta consumado, ahora no puedo recorrer doscientos metros andando sin agotarme”, explica. Preside la asociación de afectados por mercurio, desde la que lucha para que los empastes de amalgama sean sustituidos definitivamente por otros más inocuos.

“Esta enfermedad es una oportunidad para repensar cómo tratamos el cuerpo y cómo debe ser la medicina. El que está enfermo es el medio ambiente y debemos tomar medidas”, puntualiza Francisca. Estos enfermos son testigos encendidos que señalan peligros a los que todos estamos sometidos. Son alarmas contra incendios sonando y nadie parece hacer caso al humo. Son, como ellos dicen, un espejo en el que mirarse, “pero a la gente no le gusta lo que significamos, dolor y riesgos que corren”, concluye Judith.


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